domingo, 2 de marzo de 2008

Sobre advertencia

Demasiada era la quietud del Rosario, pueblo natal de Manolete ubicado en el noreste del Majestuoso México. Un poblado con un 75% de gente adulta y cuya actividad económica principal era la explotación de una mina de oro. Terroso y caluroso, así es como se describiría el Rosario; un lugar demasiado tranquilo habitado mayoritariamente por ancianos, de esos viejitos conservadores que habían pasado toda su vida ahí sin conocer nada del mundo, acostumbrados a las viejas tradiciones y al trabajo. Tres misceláneas, una cantina que cerraba a las diez de la noche, dos boticas, una tienda de ropa, una papelería, una paletería en la plaza y el palacio municipal, era todo lo que había en el aburrido pueblecillo.

Mala suerte la del Manolete haber nacido en el Rosario de principios de los años 30’s, que en el tiempo que se ubica esta anécdota tendría por ahí de unos once o doce años de edad y su mente imaginativa y perspicaz le hacía soñar con grandes aventuras, que desahogaba jugando todo el día y molestando y haciendo rabiar a sus hermanas mayores que él. ¡¿Cuándo irá a madurar?! – Pensaba a menudo su madre, y vaya que el chiquillo la había hecho ver su suerte, pues con frecuencia recibía reclamo de la vecina por haberle roto las macetas de su terraza; o de su abuela que tenía una miscelánea y le robaba dulces y pastelillos. No era un mal niño, solo que era demasiado inquieto, inquietud que lo llevaba a cometer travesuras que tanto molestaban a la gente mayor del pueblillo.

Un buen día al Rosario llegó una caravana (como en aquél tiempo le decían); un circo, no tan grande y luminoso como los que conocemos hoy en día, pero considerando que en el poblado jamás pasaba nada, pues aquello fue la sensación. Instalándose cerca de la plaza municipal, el circo prometía un espectáculo como casi nunca se había visto por esos terrenos, con un león, payasos, trapecistas y un show de changos amaestrados que hacían malabares y deleitaban con una ligera comedia. Durante el medio día el administrador del circo se paraba en el kiosco anunciando, publicitando y vendiendo boletos para las funciones que se darían.

Al oír esto, rápidamente Manolete pidió a sus padres que lo llevaran. ¡No me interesa eso! – Fue la respuesta de su abuelo y su padre; pero ante la insistencia del niño, su madre acabó convencida y compró dos entradas, una para ella y la otra obviamente para su hijo ávido de aventuras, propias de cualquier niñez. Esa misma tarde salían de su casa para ir al circo, antes de irse, el abuelo les volvió a refunfuñar que para qué gastaban el dinero en eso, que mejor le hubieran comprado al pequeño un par de zapatos de charol en la ciudad capital. Sin hacer caso al viejillo, madre e hijo salieron y se dirigieron directamente a la caravana.

Fue uno de los días más felices de la infancia de Manolete, entre risas, aplausos y gritos, había disfrutado como nadie el espectáculo. El acto del domador de león le había dejado sin habla, los trapecistas le habían dejado sin habla, pero el número que más cautivó su imaginación fue el de los changos amaestrados, simple y sencillamente le había fascinado.

Durante la función participó como voluntario en un acto de magia y después hizo que su madre le comprara un algodón de azúcar y palomitas acarameladas y al finalizar, fueron los últimos en salir, pues el niño no quería irse. – Ya se ha ido todo el mundo Manolete, nos tenemos que ir, dijo su madre con la esperanza de que por tanta excitación ese día durmiera como angelito y se dirigieron a la salida.

Al salir, pasaron por las jaulas donde estaban todos los animales, incluidos los monos, que captaron de inmediato la atención del Manolete. - ¡Ni se te ocurra acercarte! Ordenó su madre, pero el chiquillo se le arrebató de la mano y se dirigió corriendo para ver de cerca a los changos. - ¡Está bien, que los vea! Pensó la madre. En esos momentos ninguno de los empleados del circo circuncidaba, pues todos se encontraban contando las ganancias del show y preparando todo para el día siguiente; así que el niño pudo acercarse a la jaula de los monos sin ningún problema y con la cesta de palomitas en su mano.

Cuando se acercó a ellos, los changos ni se inmutaron, parecía que la presencia del niño no los perturbaba, seguramente porque estaban demasiado acostumbrados a la gente. Manolete hacía todo por tratar de llamar su atención, emitía sonidos chistosos, bailaba y brincaba, pero ningún mono se acercaba a él; hasta que se le ocurrió mostrarles la cesta de palomitas, sólo entonces los primates mostraron algún interés; aunque no demasiado pues acababan de alimentarlos.

Justo cuando la madre de Manolete venía por su hijo, repentinamente uno de los simios se acercó hasta el niño, y con un rápido movimiento sacó la mano de la jaula y tomó de los cabellos al pequeño, hasta meterle la cabeza entre los barrotes. En ese momento gritó y su madre corrió para tratar de zafarlo; justamente en ese instante el primate le mordió la oreja izquierda al chiquillo hasta arrancarle la mitad, un disparado chorro de sangre cayó al piso. Al escuchar el alboroto, el domador rápidamente acudió al lugar y ayudó a sacar la cabeza del niño de entre los barrotes. Acto seguido castigó al chango con su vara de madera, hasta que el animal escupió el pedazo de carne que le había arrancado al aterrado Manolete.

En la enfermería le cubrieron la herida con paños blancos, que rápidamente enrojecían empapados de sangre. Manolete no dejaba de llorar y su madre casi se desmaya de la impresión. Cuando el sangrado paró, llegó la hora de volver a casa. Al llegar, el abuelo los estaba esperando y tras abrazar a su nieto, con voz severa le dijo: “¡Lo ves, yo te lo advertí!” y ese día terminó con su infancia.

1 comentario:

Unknown dijo...

un buen chango siempre acaba con la niñez de los hombrecitos inquietos...

Felicidades por este primer cuento corto, despues te mando con detalles la crítica...