El Valle de México fue el lugar que vio nacer a Diana, una niña no más normal que la categoría “común y corriente” pudiera clasificar. Sus raíces, una familia de clase media-baja de los suburbios en cuya cabeza estaba el padre de profesión chofer, seguido de una abnegada madre y cuatro hermanos. Entre quehaceres del hogar, la escuela y las telenovelas se le fue la infancia; esa maravillosa etapa de la vida donde no importa ser pobre, sólo jugar y llevar el estuche con colores más novedoso a la escuela federal para ser “la sensación”.
Después vino la secundaria para Diana, esos tres años en los que se crece tan rápidamente, cambiando los juegos y Barbies por besos torpes y primerizos con el galán de la secu. Ése que promete hacerle sentir amada invitando a explorar un nuevo mundo que muchos esperan impacientes, “El sexo”. Al contar de los días escolares, la pequeña Diana se despedía de la niña que era, dándole la bienvenida a su primer regla y al odioso recorrido de más de dos horas para llegar a la única escuela en la que encontró lugar ubicada en las lejanías del Distrito Federal; sumando a este fastidio la imposición de su madre de servir a sus hermanos en su núcleo familiar dominado por un obsoleto machismo, atendiéndoles y lavándoles a mano hasta la ropa interior. Las semanas eran cortas en esta etapa, las horas se iban demasiado rápidas, entre el recorrido para llegar a la escuela antes de que cerraran la puerta a las 7:10 AM, teniendo que salir al cuarto para las cinco de su casa a tomar el autobús y después el metro; al final de las clases de nuevo el largo camino a casa, pero en esta ocasión más prolongado, pues no faltaban las veces en que se detuviera a comprar un raspado para el calor o simplemente cotorreando un rato con alguna amiguilla; después las tareas escolares y por último las propias de la casa como lavar la ropa o ayudar a mamá a servir la cena y planchar. Jamás se escuchó una sola queja de Diana, eso no podía ser; su madre le enseñó que ella era mujer, que eran sus obligaciones, pues algún día se casaría y formaría su familia, la cual debía ser atendida al cien por ciento.
Así continuó la historia de la joven Diana, con el tiempo sin sentir entre tanta rutina. Llegó la preparatoria y con ella otros tres noviecillos, junto con la advertencia de su padre que sería lo último que podría estudiar, pues la solvencia económica de la familia no permitía en absoluto ningún sueño de ir a la Universidad. De hecho mientras cursaba la prepa tuvo que verse en la necesidad de trabajar primero todos los fines de semana y después inclusive la semana completa. No había tiempo ya del que pudiera disponer Diana para ella; los pocos minutos antes de cenar se los exigía el noviecillo, un mediocre al que ni quería. Poco a poco la propia vida que vivía empezó a consumirla, sumiéndola en una profunda desesperación y ansiedad de libertad, le tocó un mundo que no escogió, condimentado además con la violencia propia del barrio donde radicaba. Una noche mientras caminaba de regreso del trabajo fue testigo de un asalto que resultó en una herida al atacado con una navaja; eso sin contar las innumerables veces que recibieron la visita de patrullas en su calle por pleitos entre cholos. En la casa también hubo cambios, el padre ya no tenía la juventud de antes y como consecuencia ya no podía trabajar tanto como antes, lo que repercutió en el ingreso familiar y aunque los hermanos y ella tenían sus chambillas, a veces ni entre todos alcanzaban a cubrir todos los gastos. ¡Vaya época! Cómo urgía que Diana terminara de estudiar para poder dedicarse de lleno al trabajo y aportar más dinero. Hasta que el día llegó.
Después de la preparatoria Diana consiguió trabajo de tiempo completo en una empresa distribuidora de agua potable, en la que desempeñaba el cargo de secretaria, mejor dicho “empleada multiusos” pues entre sus labores también estaba el de mensajería para visitas al banco y mandados de su jefe, asistencia, inventarios, cuentas por pagar, recursos humanos, aseo de la oficina, control interno, facturación, ventas y mucho más; todo por el fabulosísimo sueldo de $1,200 a la semana; de los cuales forzosamente debía aportar el 50% a su casa y el resto para ella, descontando por supuesto el transporte y las comidas. Haciendo mención claro está que la mayoría del tiempo, la empresa exigía horas extra que por supuesto no pagaba, pues se le consideraba “empleada de confianza”. Tan pesado era este estilo de vida, que casi todos los días al salir del trabajo, terminaba con un denso dolor de cabeza y fastidio que no tenía humor alguno de complacer al novio en turno con sexo casual y obligatorio, lo que ocasionó muchos problemas entre ellos llevando al rompimiento.
Un año sucedía sin que Diana se diese cuenta que había perdido por completo el contacto con gente de su edad, en cambio tenía las quejas de su madre por la edad y las demandantes exigencias de su jefe que cada vez la explotaba más y más. Diana nunca fue una “chica de onda” pero en esta etapa de verdad que se desconectó de todo aquello que significa la juventud, ella no tenía casi tiempo de asistir a fiestas o a reuniones con amigas, tampoco conocía la música que estaba de moda y mucho menos los lugares en boga de la enorme metrópoli. Cuando mucho un corto paseo el domingo por el tianguis que estaba cerca de su casa, en el que solía comprar chácharas para el cabello y una que otra pulsera o adorno.
La joven Diana empezaba a sentirse sofocada, de pronto se encontraba prisionera de la enorme Ciudad de México. La desesperación comenzaba a manifestarse por las noches, cuando ya no podía dormir igual y comenzaba a llorar brevemente su suerte. Necesitaba un cambio en su vida y pronto, de lo contrario explotaría.
En una de esas “cosas raras” de la vida, Diana iba saliendo de su casa un domingo y se dirigía al mercado cuando en una calle cercana se encontró a una ex compañera de la prepa, a quien no pudo evitar saludar. Aunque ella no fue una de sus amigas cercanas, sí tuvo cierta relación por cuestiones de tareas y trabajos en equipo. Después de una corta charla sobre los días de antaño, la amiga le preguntó por su trabajo y la clásica ¿cómo te ha ido? Diana, no pudo evitar responder que sentía que le iba mal, por lo que la otra mujer le exhortó a contarle sus penas. En esa plática salió a relucir cómo se sentía, como la metrópoli la consumía, y cómo deseaba desesperadamente escapar de ahí. En uno de esos extraños golpes de suerte, resultó que la ex compañera trabajaba en provincia, en el corporativo de una importante empresa, y en el departamento de recursos humanos; y mejor aún, podía ofrecerle a Diana una oportunidad laboral ahí, dando así rápidamente esperanza de abandonar la Ciudad de México. Quedaron en intercambiar llamadas telefónicas e irse poniendo de acuerdo. Se despidieron momentáneamente y quedaron seguir en contacto.
Rápidamente Diana compró una tarjeta telefónica, para que ni su familia ni en su trabajo se dieran cuenta de las llamadas telefónicas que estaría realizando a provincia en los días venideros. Una semana después marcó a su compañera para que le diera nuevas. De momento y por el bullicio de sus ocupaciones, la fulana no pudo resolverle nada, y pidió que le volviese a llamar en dos días; y así fue. En esa segunda conversación telefónica, surgió una gran esperanza. La amiga le informó que efectivamente existía una vacante como auxiliar de departamento y que ella podría aplicar perfectamente. El sueldo era mayor al que percibía en su trabajo actual y la ciudad tenía fama de tranquila y pacífica; así que sin dudas, Diana acudió a un Ciber café a enviar su currículum. En su interior sabía que al fin podría huir de su vida en la metrópoli.
Una semana más tarde, le llamaron de la empresa para informarle que había sido aceptada, Diana supo que era por la influencia de su ex compañera, pues ni siquiera se presentó a hacer exámenes ni entrevista. Al fin el destino empezaba a sonreírle un poco. Ahora el problema era buscar un lugar donde vivir allá, pero su amiga le había ofrecido amablemente su casa; ella vivía sola, porque su familia seguía viviendo en el D.F. y no le caería nada mal un poco de compañía, además podrían compartirse los gastos como luz y teléfono.
En cuestión de unos días, Diana ya se encontraba lejos de la ciudad que tanto la frustraba y se encontraba en una nueva, muy hermosa y tranquila. Los enormes recorridos de la casa al trabajo se habían terminado, pues acá por mucho hacía media hora en una mañana de mucho tráfico. Su familia puso gran resistencia por supuesto, “Cómo una mujer se va a ir a vivir sola y a otra ciudad” naturalmente, fue lo único que pudieron hacer o decir, porque la decisión ya estaba tomada y no había nada que pudiera detenerla.
El trabajo, la capacitación al puesto y el aprendizaje resultaron bastante refrescantes después del smog del DF, además de que los fines de semana empezó a conocer gente gracias a las salidas con su amiga. Ella sentía que encajaba muy bien en esa nueva vida, no extrañaba a sus padres y menos a sus hermanos; acudía a visitarlos cada dos o tres semanas y obligatoriamente en los fines de semana de tres días. Todo iba muy bien.
Ya habían pasado cinco meses, típico del tiempo que a veces transcurre demasiado rápido y las cosas en la casa de su amiga empezaban a cambiar también. Dicen que el muerto y el arrimado a los tres días apestan, y es bastante cierto; al final de cuentas casa ajena. Nuevamente Diana se convertía en la sirvienta, la amiga ya exigía los baños limpios, los adornos sacudidos, los pisos trapeados y la cocina hecha. En un punto de vista objetivo, esto era injusto para Diana, pues ambas vivían en el mismo techo, por ende las tareas del hogar correspondían a las dos equitativamente. Mientras la talacha, era labor sólo de una, no lo eran los gastos; pues se le exigía el pago de recibos por servicios, la mitad para la luz, el gas, el agua y el teléfono. Además durante su estancia se habían comprado aparatos como horno de microondas, un mueble para TV, un colchón nuevo y para todo eso también había aportado la mitad. Entre otras cosas, ella misma ya se había comprado su televisión y por suerte se ganó un teatro en casa en la fiesta de fin de año de la empresa.
Por desgracia el sueldo ya no le alcanzaba tan bien como en un principio, y menos porque su papá de plano ya casi no podía trabajar y uno de sus hermanos estaba por casarse, obviamente él ya no podía aportar dinero a la casa. Como buena hija, empezó a mandarle dinero a su madre.
Una hermana de su mamá vivía en la misma ciudad con su marido y dos niños pequeños e invitó a Diana a irse a vivir con ellos a su casa, en ese momento ella no aceptó, pero luego de un pleito con la amiga que estaba viviendo, aceptó la invitación de su tía. Esta vez, la casa era en una colonia bastante retirada y tenía que estar en la misma habitación de los niños, pues no había más que dos recámaras. Las luces se apagaban temprano para que los pequeños se durmieran y no podía haber mucho ruido. Esta situación empezó a volverse fastidiosa inconvenientemente pronto.
El marido de la tía, aparentaba ser una persona como comúnmente llamamos “x”, no tenía un alto perfil y no estaba mucho en casa por el trabajo, salvo los fines de semana que se la pasaba todo el día ahí, entre televisión y siestas. La tía se dedicaba a su hogar de tiempo completo. Un domingo al mediodía, mientras la tía y sus hijos estaban en misa, a la que Diana no quiso ir porque se sentía muy cansada e iría hasta en la tarde; se encontraban ella y el marido de la tía solos en la casa. Diana había salido de su cuarto a la cocina a tomar un vaso de naranjada y en ese momento el hombre la atacó, tratando de abusar sexualmente de ella, tras un forcejeo y tirones, logró zafarse de él y corrió a encerrarse en el cuarto, dejando el vaso roto y las chanclas en el camino. Al regresar de la iglesia, la tía vio el desorden y preguntó qué había pasado, a lo que el señor respondió que Diana se le había ofrecido, pero él como es un caballero la rechazó. Rápidamente se dirigió la mujer a la habitación donde la asustada joven se encontraba y cuestionó sobre el suceso, con lágrimas en los ojos la otra respondió que no era verdad lo que decía su esposo, que ella había ido a la cocina y él quiso abusar de ella. En el fondo, la tía sabía que ella decía la verdad, pero en contra de toda evidencia obviamente terminó corriéndola de su casa.
Sin un lugar momentáneo a donde ir, recurrió a una prima que estaba embarazada. Ella la aceptó en su casa momentáneamente y desde un principio le dijo que podía alojarla poco tiempo, pues su casa era demasiado pequeña y cuando naciera el bebé, Diana tendría que irse. Y así fue, con el alumbramiento, tuvo que salirse nuevamente de la casa y mudarse a otro lado, claro que para entonces ya tenía un cuarto que rentaría.
Pobre Diana, desde que salió de su casa no ha hecho otra cosa más que rodar y rodar. Durante la noche se pregunta si realmente es feliz y no tarda en contestarse que no. Ella es una de esas personas que no conoce el concepto. Ni siquiera la ilusión de un amor la distrae. En la casa de sus padres vivía una vida que no le gustaba porque no la eligió y ahora que pudo escoger su propia vida, tampoco le gusta porque la ha golpeado una y otra vez, ya el sueldo que gana no le alcanza para mantenerse, mantener a su madre y aparte pagar renta por el cuarto y por los servicios. Así que se amargó, es una de esas compañeras de oficina que todo el mundo tacha de amargada, sin conocer la historia que hay detrás. Quizá lo que necesita es encontrar un hombre que se haga cargo de ella y la aleje de ese mundo que la tiene tan enferma, pero eso hasta el momento está en duda.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Hola Manuel!!
Muy atrapante el realto de Diana y penoso a su vez. En base a quién está escrito? Escribes bien.
Te mando un fuerte abrazo desde el sur.
Publicar un comentario